lunes, 28 de abril de 2008

Coloquio.Padre Arrupe




Señor, estamos aquí en tu presencia, a tu alrededor, como tus discípulos, para escuchar tus enseñanzas y tus consejos, para una charla íntima contigo, como los apóstoles, cuando con toda confianza te de¬cían: "Señor, enséñanos a orar… Señor, explícanos la pa¬rábola"

Con la confianza que nos inspiran tus palabras: "Vosotros sois mis amigos… No os llamo ya siervos, a vosotros os he llamado amigos", tenemos tantas cosas que decirte, tenemos necesidad de escuchar tantas cosas de ti: "Habla, Señor, que tu siervo escucha… Porque hablas como jamás un hombre ha hablado… Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes pala¬bras de vida eterna".

Estamos ciertos, Señor, de que tus promesas son sinceras y no engañan: "Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá". Ani¬mados con estas palabras, queremos hoy pedirte muchas cosas, que en definitiva se reducen a una sola: "Venga tu Reino. Hágase tu volun¬tad". En esto se resume todo lo que te pedimos; sin em¬bargo, aunque no sea más que por desahogo del corazón, queremos ha¬certe una serie de peticiones, como lo hacían los que te rodeaban en el tiempo del Evangelio. Tú que eres el Sí a disposición del Padre: "El Hijo de Dios no fue 'sí' y 'no', en Él no hubo más que Sí", responde con un sí a nuestras peticiones.

Señor, cuando me siento ciego y sin luz para comprender lo que debo hacer yo, o sugerir a los otros, vienen a mis labios las palabras del ciego del evangelio: "Señor, que vea". Da luz a mis ojos para que puedan ver siempre la realidad verdadera y no me deje engañar por la falsa apariencia del mundo.

Cuántas veces me cuesta dar oídos a tus palabras, cuántas veces permanezco sordo a tus llamadas, a tus órdenes, a tu misión. Repíteme, Señor, también a mí lo que dijiste al sordomudo: "'Effetá', que quiere decir 'Ábrete' ", y mis oídos se abrirán y escucharé aquella tu voz tan profunda y sutil, que no llego a distinguir en el estruendo del mundo. Dame, sobre todo, sensibilidad y prontitud para escuchar, para que pueda oír cuando llamas a mi puerta: "Mira que estoy a la puerta y llamo"

A veces, Señor, me encuentro interiormente tan pobre, tan sucio, tan lleno de heridas, peor que las de la lepra, casi todo "una llaga y una úlcera": extiéndeme tu mano, como hiciste con el leproso del evangelio: "Si quieres, puedes limpiarme". Te pido que pronuncies la palabra todopoderosa: "Quiero, queda limpio”; y mi cuerpo quedará limpio como la carne de Naamán después de haberse lavado en las aguas del Jordán y mi alma se hará pura y sin mancha, como la de aquellos que lavaron sus vestiduras en la sangre del Cordero.

La debilidad de mi alma me da a veces la sensación de decaimiento, como de morir. Por eso te pido, desde lo más profundo de mi ser, como el Centurión: "Di una sola palabra y mi criado quedará sano”; que también yo pueda decirte con la misma fe: y tu criado, es decir, mi alma, quedará sana. Me queda un consuelo, el de que mi enfermedad, como la de Lázaro, no sea de muerte, antes sea para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella. Enfermo como estoy, quiero decirte con las hermanas de Lázaro: "Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo". Quiero escuchar de tus labios las palabras que dijiste a Marta: "Yo soy la resurrección y la vida"; y si me preguntases como a Marta: "¿Crees esto?", quisiera poder responderte como ella. “Sí Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el que venir al mundo".

Y si mi debilidad fuese tal que deba decirse de mí, como de Lázaro: "Ya huele mal", tengo, sin embargo, la confianza de que tú mandarás con voz imperiosa: "Sal fuera" y yo volveré de nuevo al mundo con una vida nueva, mientras se caen todas mis ataduras por orden tuya: "Desatadle y dejadle andar". Así podré seguir sin tardanzas el camino de tu voluntad.

Señor, otras veces, el peso de mi responsabilidad sacerdotal me aplasta, viéndome tan poca cosa delante de mi vocación, tan superior a mis propias fuerzas que me veo tentado a decirte como Moisés: "¿Por qué tratas tan mal a tu siervo? ¿Por qué no he hallado gracia ojos?... No puedo cargar yo solo con todo este pueblo, es demasiado pesado para mí. Si vas a tratarme así, mátame, por favor, si he hallado gracia a tus ojos, para que no vea más mi desventura". Pero, apresúrate a darme la misma respuesta que diste a Moisés: "¿Es acaso corta la mano de Yahveh? Ahora vas a ver si vale mi palabra o no"

Si en ciertos momentos de desaliento y de abatimiento me parece como a los apóstoles, sumergirme y casi ahogarme, vuelven a resonar en mi alma las palabras de ánimo y de dulce reproche que dijiste a Pedro: "Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?". Aumenta, Señor, nuestra fe. Tenemos sed, como la Samaritana, y sentimos la necesidad de ese agua viva que sólo tú nos puedes dar: "Dame de ese agua, para que no tenga más sed"

Señor, se está aquí tan bien en tu presencia que, como Pedro, querríamos hacer tres tiendas para quedarnos contigo: pero sabemos que este estar aquí contigo, en estas horas serenas, no puede ser sino por poco tiempo, porque la mies es mucha y los obreros pocos, y tú nos mandas a trabajar por ti en el mundo: "Id también voso¬tros a mi viña… Id por todo el mundo, y proclamad la Bue¬na Nueva a toda la creación". Sí, nosotros iremos a tra¬bajar por ti en tu viña, pero nuestro corazón se quedará aquí, a tus pies, atento, como María, para escuchar tus palabras de vida eterna; como tu Madre, que "conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón", para gustar también nosotros tus palabras en nuestro corazón. Enséñanos a ir y a quedar, a trabajar por ti sin separarnos de ti, a ser contemplativos en la acción, a experimen¬tar en nuestro corazón tu presencia de "dulce huésped del alma".

Conscientes de que las necesidades del apostolado son innumera¬bles, estamos aquí a tu disposición: danos la misión que quieras, mán¬danos a donde quieras, porque: "Por Yahvéh y por tu vida, Rey mi Señor, que donde el Rey mi Señor esté, muerto o vivo, allí estará tu siervo"

Danos tu fuerza para cumplir nuestra misión, la misma fuerza que diste a los apóstoles, cuando los llamaste para seguirte, la que diste a Mateo, cuando le dijiste: "Sígueme. Él se levantó y le siguió". Para que se renueve nuestro fervor, repítenos, Señor, aquellas tus palabras que son una invitación y una promesa al mismo tiempo: "Ve¬nid en pos de mí y os haré pescadores de hombres". Y danos valor para que nos hagamos sal de la tierra y luz del mun¬do.

Dinos lo que hemos de hacer. Siguiendo el consejo de tu Madre en Caná: "Haced lo que él os diga", estamos ciertos de que, si acogemos tus palabras, tu fuerza todopoderosa no sólo cambiará el agua en vino, sino que hará de nuestros corazones de piedra corazones de carne. Por eso te pedimos: "ayuda a mi falta de fe"

Contemplando esta hostia a la luz de la fe, reconocemos en ella a Aquel que dijo de sí mismo antes de venir al mundo: "He aquí que vengo a hacer tu voluntad"; a Aquel que colmó su vida en la cruz con el "todo está cumplido"; a Aquel que vuelto al seno de la Trinidad, de donde había salido, está sentado en el trono; y unidos a los veinticuatro ancianos del Apocalipsis queremos repetir: "Santo, Santo, Santo, Señor, Dios Todopoderoso; a Aquel que era, que es, que va a venir...

Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo, por tu voluntad fue creado lo que no existía".

"Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios Todopoderoso; justos y verdaderos tus caminos, ¡oh, Rey de las naciones! ¿Quién no temerá, Señor, y no glorificará tu nombre? Porque sólo tú eres santo, y todas las naciones vendrán y se prosternarán ante ti".

Sentimos que desde esta hostia, trono humilde y escondido, nos dices: "Yo soy la vid y vosotros los sarmientos; Yo soy el camino, la verdad y la vida; Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor' y decís bien, porque lo soy". Por eso no podemos sino repetir como en el Apocalipsis: "Ven".

Que podamos también nosotros ser dignos de escuchar tu respuesta: "El que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida", y tu infalible promesa: "Sí, pronto vendré". "Amén, Ven, Señor Jesús".

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